En Arizona, Estados Unidos, encaramados sobre tres mesetas en medio de un hermoso desierto de arenas rojizas, viven los hopi, una nación aborigen profundamente espiritual que tiene por sagrado un petroglifo de lo más enigmático: Un carro, pero no cualquier carro, sino uno sospechosamente parecido a los de la península ibérica del primer milenio antes de Cristo.
Si han leído mi entrada anterior titulada Tartessos en América, ya saben que son muchos los petroglifos y elementos culturales que muestran un paralelismo asombroso entre los hopi y los tartessos. Su magnitud en número, calidad y variedad desborda cualquier posibilidad de reducirlos a coincidencia y vislumbra un contacto importante y prolongado, aunque olvidado, entre los dos pueblos.
Hoy me voy a centrar en este intrigante carro por varias razones. Una, porque el mero hecho de que se trata de un carro en un continente que no conoció el caballo hasta la llegada de los españoles en el siglo XVI, es un hecho en sí extraordinario. Otra, porque de entre todos los elementos comunes que compartían los indígenas de Norteamérica con los de Iberia hace casi 3.000 años, éste es el más sagrado para los hopi hoy. ¿Por qué? ¿Qué secreto guarda para que lo hayan velado inmutable con tanto afán, tanto tiempo?
En sus trazos quizá hallemos la clave…
El Carro Hopi a ojos de los Hopi
Los hopi son una nación india con reserva propia en Arizona, aunque las huellas de sus ancestros se extienden por los estados de Nuevo México, Arizona, Utah y Colorado. Y aparte de pertenecer al grupo de los indios pueblo, llamados así por los primeros españoles al habitar en aldeas con viviendas de varios pisos hechos de adobe, lo más destacado de los hopi es su inamovible compromiso por conservar sus antiguas costumbres. Convencidos, según su tradición oral, de ser los guardianes de la paz por encargo del Gran Espíritu, sus rituales van todos encaminados a proteger el equilibrio del universo, no sólo para sí, sino para toda la humanidad. Tanto les caracteriza su misión que su apelativo “Hopi” significa precisamente “Los Pacíficos”. Ya Álvar Núñez Cabeza de Vaca, náufrago español de principios del siglo XVI y el primero en divisarlos durante su duro cautiverio de 8 años entre nativos americanos algo más agresivos, los exalta con admiración como un pueblo particularmente amable y pacífico.
Es esta filosofía en pos de armonía entre el hombre, la naturaleza y el universo la que impregna simbólicamente su petroglifo, grabado a su vez en una roca que llaman la Roca de las Profecías, y que sus ancianos interpretan del siguiente modo:
Si han leído mi entrada anterior titulada Tartessos en América, ya saben que son muchos los petroglifos y elementos culturales que muestran un paralelismo asombroso entre los hopi y los tartessos. Su magnitud en número, calidad y variedad desborda cualquier posibilidad de reducirlos a coincidencia y vislumbra un contacto importante y prolongado, aunque olvidado, entre los dos pueblos.
Hoy me voy a centrar en este intrigante carro por varias razones. Una, porque el mero hecho de que se trata de un carro en un continente que no conoció el caballo hasta la llegada de los españoles en el siglo XVI, es un hecho en sí extraordinario. Otra, porque de entre todos los elementos comunes que compartían los indígenas de Norteamérica con los de Iberia hace casi 3.000 años, éste es el más sagrado para los hopi hoy. ¿Por qué? ¿Qué secreto guarda para que lo hayan velado inmutable con tanto afán, tanto tiempo?
En sus trazos quizá hallemos la clave…
El Carro Hopi a ojos de los Hopi
Los hopi son una nación india con reserva propia en Arizona, aunque las huellas de sus ancestros se extienden por los estados de Nuevo México, Arizona, Utah y Colorado. Y aparte de pertenecer al grupo de los indios pueblo, llamados así por los primeros españoles al habitar en aldeas con viviendas de varios pisos hechos de adobe, lo más destacado de los hopi es su inamovible compromiso por conservar sus antiguas costumbres. Convencidos, según su tradición oral, de ser los guardianes de la paz por encargo del Gran Espíritu, sus rituales van todos encaminados a proteger el equilibrio del universo, no sólo para sí, sino para toda la humanidad. Tanto les caracteriza su misión que su apelativo “Hopi” significa precisamente “Los Pacíficos”. Ya Álvar Núñez Cabeza de Vaca, náufrago español de principios del siglo XVI y el primero en divisarlos durante su duro cautiverio de 8 años entre nativos americanos algo más agresivos, los exalta con admiración como un pueblo particularmente amable y pacífico.
Es esta filosofía en pos de armonía entre el hombre, la naturaleza y el universo la que impregna simbólicamente su petroglifo, grabado a su vez en una roca que llaman la Roca de las Profecías, y que sus ancianos interpretan del siguiente modo:
El grabado se compone de dos líneas o senderos de la vida. El sendero inferior, por su rectitud, simboliza la armonía del hombre con la naturaleza y es la que el Gran Espíritu, representado por la figura de la izquierda, advierte seguir. La superior, con final tortuoso, es un sendero corrompido por el materialismo del hombre blanco, representado por los cuatro personajes cogidos de las manos que pasean por ella hacia su destrucción. Aunque no todo está perdido. Todavía les queda una última oportunidad de encauzar su camino, pues a sus pies, ambos senderos están unidos por una línea que les permite pasarse a tiempo. El sendero de la armonía o de la paz se ve interrumpido por dos círculos representativos de las dos guerras mundiales, seguidos de un arco, amago de un tercer círculo, que auspicia la tercera guerra mundial si el hombre no corrige su curso.
El Carro Hopi a ojos de una española
Yo tuve la oportunidad de visitar La Roca de las Profecías a las afueras de Oraibi en el verano del 2016. Oraibi, fundado en el siglo X, es el pueblo más antiguo de los hopi, así como el asentamiento continuamente habitado más antiguo de Norteamérica. Pude comprobar y disfrutar de la amabilidad de sus gentes, pero también fui testigo de lo celosos que son de sus costumbres y cuan protectores de su petroglifo sagrado. Éste únicamente puede visitarse previa solicitud y acompañado por un hopi perteneciente a uno de los clanes concretos de Oraibi.
Para mí, una escéptica innata, la experiencia fue casi espiritual, pues ya había terminado el primer borrador de mi novela y sabía bien lo que tenía ante mis ojos.
Os lo explicaré, pero primero un poco de historia para entendernos mejor: El carro como vehículo de transporte tirado por animal de carga aparece en torno a dos mil años antes de Cristo en la estepa euroasiática. Más o menos al mismo tiempo, en Mesopotamia se domestica el caballo lo que lleva seguidamente a readaptar el carro para la guerra. El éxito de esta arma bélica convierte al carro en símbolo del guerrero poderoso y victorioso, y así prodiga su aparición en ilustraciones y grabados por todo el Oriente Próximo y el Mediterráneo paseando a dioses y diosas, reyes y faraones.
En las tumbas de las élites más ricas, el carro deviene ajuar de prestigio donde se enterraba junto al difunto con su panoplia militar (lanzas, arcos, escudos) y artículos de lujo diversos (peines, espejos y liras). Mientras, en las tumbas más modestas había que conformarse con carros miniaturizados o exvotos y estelas grabadas con el conjunto de elementos heroizantes del difunto antes mencionados.
En la península ibérica, en tiempos de los tartesios, allá por los siglos XI al VII a. de C., el carro parece tener un papel más bien ceremonial o simbólico que de uso real para la guerra a tenor de la ausencia de carros ligeros de guerra hallados. Lo que sí se han encontrado son cientos de estelas de guerrero, reminiscentes de las griegas, que muestran al difunto con o sin casco, acompañado de su espada o arco, escudo, espejo, peine, lira y por supuesto el carro. Hay que puntualizar no obstante que las estelas tartesias raramente se han encontrado cerca de una tumba, lo que hace presuponer que quizá fuesen realmente marcadores de terreno. El debate sigue abierto.
En cualquier caso, surge otra curiosidad en Iberia. Mientras las estelas muestran carros de guerra, lo que se ha encontrado en alguna tumba principesca, como en las necrópolis de La Joya en Huelva o Cerro Maquiz en Jaén, son restos de carros funerarios. Éstos tienen como misión transportar simbólicamente el difunto al Más Allá y se distinguen de los de guerra por tener una caja cuadrada más pesada, mientras que aquellos tienen una caja ligera con frente curvo en forma de “D”. Esta disyuntiva entre el carro de estela y el carro de tumba es un dato de extrema importancia al ser una característica autóctona de la península ibérica y muy propia de los tartesios.
En tercer lugar voy hacer referencia a un tercer tipo de carro, el votivo. Por su importante valor simbólico, ya en Sumeria el carro se miniaturizó para servir de exvoto. Como tal, se convirtió en plataforma de escenas a su vez también simbólicas. En Tartessos tenemos un ejemplo exquisito en bronce del siglo VI a. de C. Hallado en Mérida, el carro porta una escena de caza de carácter divino, constatado así por la presencia del jabalí. Luego, en Monte da Costa Figueira, Portugal, apareció otro carro votivo fechado algo tardío, en torno al siglo IV a. de C., que parece servir de soporte para una escena funeraria de sacrificio animal. Se aprecia una procesión con sacerdotes, hombres, mujeres, algun flautista y los animales objeto del sacrificio.
Pues bien, ahora es cuando se produce la magia…
Si combinamos los elementos propios de las estelas tartesias (el guerrero con su arco y escudo como el de la estela de Carmona y los personajes danzantes de la estela de Ategua), con elementos propios de los carros funerarios tartesios (la caja cuadrada), y se combinan éstos al modo de las escenas propias de los exvotos tartesios, ¿qué obtenemos?
Obtenemos el Carro Hopi como sólo un tartesio podría haberlo plasmado.
Efectivamente, eso es lo que vieron mis ojos: un carro tartesio. Pero recuerden que este petroglifo no es un grabado único y aislado. La huella tartesia está muy presente en el sudoeste americano y ofrezco numerosos y fascinantes ejemplos de ello en Tartesios en América, incluyendo grabados de otros carros.
Para mis ojos, lo realmente significativo de éste en particular es el secreto que esconde sus trazos. En mi novela, Mary's Apostles (Las Apóstoles de María), las protagonistas, aunque ficticias, lo descodifican basándose en claves históricas reales que hunden sus raíces atrás en el tiempo hasta llegar al mismísimo Rey Salomón…